La ceremonia de estos premios, que celebran la contribución femenina en la ciencia de máximo nivel -y en la que desde 1998 ganaron varias argentinas-, es de las más emocionantes que se pueden presenciar. Ya llegando a la Ciudad Luz se ven grandes pósteres con las caras de las elegidas distribuidos en el aeropuerto Charles De Gaulle y en las calles que bordean el Sena. Por la mañana, las científicas dan un seminario en el que presentan sus estudios y descubrimientos. Por la noche, en el marco de los majestuosos salones de la Sorbona, suben al escenario, bellísimas, y durante los breves instantes de agradecimiento, soslayan el lugar común para aludir a la pasión que las impulsa o recuerdan experiencias que marcaron su vida. No es raro que la audiencia, hombres y mujeres, deje escapar las lágrimas por palabras que suelen ser conmovedoras.
Podría pensarse que, dado que las mujeres ya se destacan en las más diversas áreas de la investigación y ganan el Premio Nobel, estas distinciones o las iniciativas para incorporar más científicas a la Wikipedia, como la organizada el año pasado por la Royal Society, no tienen ya razón de ser. Pero, aunque en países como la Argentina ellas suman más del 50 por ciento de los enrolados en carreras científicas (¡y llegan al 60 por ciento entre los graduados!), todavía existe un techo de cristal que las detiene.
Andrea Gamarnik, del Instituto Leloir, una de las más destacadas investigadoras en el virus del dengue, y muchas de sus colegas destacan que, aunque a veces sea difícil advertirlas, las diferencias entre hombres y mujeres a la hora de participar en la carrera científica existen.
Es insólito, pero el doble estándar de valoración no sólo proviene de los hombres, sino también de ellas mismas. En los Estados Unidos, los experimentos que tratan de probar la hipótesis de la discriminación constituyen un clásico. Hace años, por ejemplo, se envió a distintos profesores universitarios un currículum de una persona que pedía trabajo. Consistentemente, se le ofrecía mejor sueldo cuando creían que el aspirante era un hombre.
Otro estudio similar se hizo no hace mucho con un grupo de estudiantes en la Universidad Estatal de Carolina del Norte ("What's in a Name: Exposing Gender Bias in Student Ratings of Teaching"). Se les pidió a los alumnos que adjudicaran un puntaje a sus instructores, con los que se comunicaban online. Cuando creían que eran hombres, les asignaban mejor evaluación en doce ítems diferentes como profesionalismo, respeto, entusiasmo y honradez. El resultado sería banal si no fuera porque allí los puntajes de los estudiantes pesan sobre las decisiones de contratación, las promociones y la oferta de puestos académicos.
En la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, una institución de elite a la que el gobierno norteamericano acude en busca de consejo, la proporción de mujeres ronda el 20 por ciento. Y si miramos alrededor del mundo, el número de mujeres en puestos de dirección de instituciones del sistema científico va del 6 al 20 por ciento. Se van perdiendo mujeres a medida que se asciende por la escala jerárquica.
María Elina Estebanez, del Grupo Redes, desarrolló un notable corpus de investigación sobre el tema y mostró en muchos trabajos cómo en la realidad local las mayores jerarquías siempre están en manos de hombres, aunque la tendencia es positiva. Datos como éstos hacen aún más grandes a figuras como Marie Curie, que marcó hitos en la ciencia sin detenerse a pensar en las dificultades ni en la retribución económica.
Laurie Glimcher, madre de tres hijos y una de las más destacadas inmunólogas del mundo, el año pasado dio un mensaje muy optimista precisamente al recibir el L'Oréal-Unesco: "Conocí la biología en la adolescencia y me divertí mucho -dijo-. Un poco más tarde conocí a mi marido... ¡y también me divertí mucho!". Ojalá muchas más mujeres puedan decir lo mismo; no sólo de la ciencia, sino de la profesión que elijan (Fuente: La Nacion).
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